ENLAPUTACALLE

Los satelukos hemos creado este blog para que todos podamos votar y seleccionar el mejor discurso de despedida, porque aquí sí podemos elegir. Ya sabéis que en el satélite cada día echan a un compañero, así que no perdáis la oportunidad de decir la última palabra. Que no nos gane la desidia. ¿Quién se atreve a romper el silencio?

Sunday, October 01, 2006

EN MEMORIA DE LOS VIVOS

Como cada medianoche, la luz se extinguió y todo quedó en silencio. Poco a poco los ojos de Christian se fueron acostumbrando a la penumbra. Parpadeó repetidas veces en la oscuridad para ahuyentar la sensación de inmovilidad que le daba el profundo silencio y trató de incorporarse de la cama sin hacer ruido. Tras vestirse con dificultad, llegó hasta la puerta de la estancia y se asomó al corredor. Nadie a la vista. Avanzó por el pasillo hasta la puerta principal del hospital. No había nadie en recepción y tampoco estaba el guardia de seguridad. Estarían en la cocina tomando un café como era su costumbre a esas horas. Finalmente alcanzó la puerta principal y salió a la calle.
El aeropuerto de Heathrow era un inmenso hormiguero de personas pegadas a bultos y maletas, como siempre. Fue esquivando la multitud hasta que alcanzó el stand de British Airways para pedir los billetes para el continente. Al llegar al mostrador notó un golpe que le hizo perder el equilibrio hacia un lado. Se giró inquisitivamente y se encontró con unos preciosos ojos color miel que le miraban, avergonzados:

-“¡Ay! ¡Perdona!” –le decía sonriente una guapa chica con aspecto desaliñado-. “¿Eres el último?”

-“Nada nada” –dijo Christian-. “Sí que lo soy, sí” –le contestó con mirada divertida.
Para su grata sorpresa, los asientos asignados fueron contiguos en el avión. Durante el vuelo, Sarah le contó que era profesora de arte en una Academia de Praga y que volvía de pasar unos días en Londres. Christian no paró de hacerle preguntas durante el trayecto. No sabía por qué se encontraba en aquel vuelo a Praga y hablar con Sarah alejaba la extraña sensación que le producía el estar siendo guiado por un cordón invisible que le mostraba el camino a seguir. Desde que se despertó en el hospital aquella mañana le había invadido una gran confusión acerca de sí mismo. No recordaba más que su nombre y no sabía muy bien qué era lo que hacía allí. Únicamente sabía que tenía que marcharse.
Cuando llegaron al aeropuerto de Ruzyne de Praga y mostró su pasaporte fue detenido por un control de seguridad y le invitaron a entrar a un despacho en un perfecto checo que él entendía mejor que el inglés. El documento le identificaba como Christian Manethová, de nacionalidad Checa. El policía introdujo sus datos en el ordenador y allí apareció su ficha y fotografía. Al parecer, había desaparecido después de haberse visto envuelto de forma accidental en un tiroteo acontecido durante su estancia en Londres, le explicaron.
Tras las aclaraciones pertinentes, Christian se vio libre de preguntas y pudo salir del aeropuerto. Allí estaba Sarah esperándole con una amable mirada de complicidad y comprensión que le reconfortó. Intercambiaron las habituales preguntas con el fin de averiguar cómo podían verse de nuevo y Christian se despidió de ella dándole un cálido y suave beso en la mejilla, muy cerca de la boca, con la esperanza de que aquel beso marcara una impronta que pudiera escapar a su incómoda amnesia.
Un taxi le acercó al centro de la ciudad. Sus pasos le dirigieron a la Ciudad Vieja, Staré Mesto, donde encontró un hostal vagamente familiar en el que se alojó. Más tarde cogió el metro hasta Staromĕtská, y desde allí paseó, con más rumbo que incertidumbre, hacia la plaza vieja. Por un momento su mente pareció relajarse y liberarse del yugo de la extrema situación para dejarse llevar por la calurosa acogida con que su entorno le abrigaba a pesar de lo frágil de su identidad. Se permitió dejarse llevar unos minutos por el maravilloso sentir del turista y se abandonó a esa embriaguez eufórica que le recorre a uno cuando deambula por las calles de una ciudad inexplorada.
Al caer la tarde se adentró en el barrio judío y fue a la sinagoga Staronovám, la más antigua de Europa. Algunos visitantes salían cuando él entraba; quedaba poco para la hora de cierre. No obstante, cruzó la primera estancia con rapidez. Las salas estaban vacías y carecían de objetos decorativos, exceptuando las paredes. Según la historia de la sinagoga, en las paredes se encuentran escritos todos y cada uno de los nombres de las víctimas judías del nazismo residentes en Checoslovaquia de tal manera que la totalidad del edificio se encuentra cubierta en su interior por un único y desconcertante tapiz manuscrito. Christian se detuvo brevemente en el centro de la estancia principal y respiro hondo. Estaba nervioso. De un giro saltó a unas escaleras que elevaban el nivel de la sala hacia un pasillo que la rodeaba a modo de claustro y se dirigió a un rincón de la pared donde se agachó y exploró los nombres escritos hasta que encontró el que buscaba: Alexei Manethová. Su padre.
Tragó aire abruptamente al intentar combatir el repentino flujo de recuerdos que se agolpaban, torpes, en su mente. Quiso salir a respirar pero no localizó más que una puerta pequeña a través de la que se vislumbraba un jardín que le condujo a un pequeño cementerio. Las lápidas se agolpaban, sin nombre, unas encima de otras por evidente falta de espacio. Desde 1478 se enterraba allí a las gentes judías. Se calculaba que podía haber enterrados unos 100.000 cuerpos. El terreno estaba plagado de diminutos montículos que parecían estar sobrecargados por los muertos que albergaban y que empujaban, hacia la superficie, imparables, provocando la destrucción de cualquier intento de dignificarlos.
Atravesó la maleza de tumbas, saltando sobre ellas hasta que se paró ante un trozo de lápida que reposaba contra el muro que separaba el cementerio de las calles de Praga. Cayó de rodillas. El único ruido que se escuchaba era el de ronroneo de los grillos y el de algún motor lejano. Bajo la lápida halló semienterrada una caja de latón oxidada. Sus manos temblaban mientras abría la lata y vislumbraba lo que parecía papel en su interior. Se disponía a desdoblar el papel para desvelar su contenido cuando oyó un extraño clic metálico cerca de su oído derecho.

-“Dame la droga, Christian”- dijo Sarah apuntándole con una pistola a la cabeza y con voz temblorosa.

-“Pero, ¿qué dices Sarah? ¿Qué es lo que pasa? –respondió él.

-“Ya lo sabes, la droga que robaste en aquel tiroteo en Londres. He seguido tus pasos desde entonces” –repuso Sarah.

-“Estás equivocada, déjame que te explique”

-“Lo harás. En comisaría”.
Pasaron la noche en la comisaría de una desvencijada calle a las afueras de Praga. Christian no paró de repetir lo que él consideraba su historia, dado lo poco que sabía de sí mismo. Acabaron permitiendo que volviera al hostal al menos por esa noche. Sarah le acompañó y, cuando Christian le pidió que subiera a su habitación a tomar algo, pudo leer el desconcierto en su mirada. “Estoy de servicio, no puedo” –dijo. “Un comienzo al menos”, pensó Christian. Sonreía mientras subía las escaleras y jugaba con un papel que llevaba en el bolsillo de su pantalón. Paró en seco, sacó la hoja tan rápido como pudo, la abrió y la leyó: AÚN NO ES TU MOMENTO CHRISTIAN. TE ESPERAMOS.
Un pitido agudo seguido de latidos intermitentes inundó la habitación del hospital. Christian abrió los ojos y pudo ver como varias enfermeras le rodeaban con rostros de preocupación y sorpresa. Había permanecido en coma varias semanas, pero aún no era su momento. Así se lo había dicho su padre, fallecido hacía ya 17 años. Ahora lo recordaba todo perfectamente. Sonrió a una enfermera con ojos color miel que, de repente, le pareció extrañamente familiar.

OFELIA

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

LE DOY 5 PUNTOS A ESTA AVENTURA COMO FINALISTA

2:31 PM  

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